Se cuenta que desde tiempo inmemorial, aproximado al 1635, que en la Ciudad de Jaén en una de aquellas noches invernales de frío, lluvia y viento, un respetable fraile ya anciano andaba apoyado en su bastón pidiendo asilo casa por casa.
El pobre hombre vagaba desorientado ya que desconocía la ciudad a la que llegaba con la intención de incorporarse a uno de tantos conventos que había en la época en nuestra ciudad de Jaén.
Aquella noche el fraile bajo la intensa lluvia se adentraba en la calle Veracruz, deteniéndose ante la tercera puerta y dando varios golpes.
– ¿Quién va? Dijo una voz temblorosa.- Ave María Purísima, contestó empapado el viejo fraile. – Soy gente de paz que pregona la palabra de Dios.
Con un candil en su mano, Gregorio de un golpe corrió el cerrojo de su puerta, y al abrirla se encontraron cara a cara dos ancianos, en aquel momento al encontrarse los dos hombres, de la nada surgió la esperanza.
+Pase buen hombre – le dijo Gregorio con su tono humilde de voz.
Voz tan humilde como aquella casa, donde una miga de pan era un manjar, el fraile apoyado en su bastón subió la escalera detrás del anciano que tembloroso soportaba el candil con su mano derecha.
Al llegar a la estancia y encontrarse con la anciana mujer de Gregorio el fraile descubrió su cabeza oculta por la capucha de su hábito y volvió a murmurar aquella frase del principio.
-Ave María Purísima
En aquel momento se hizo el silencio entre los tres, solamente se escuchaba el viento y el agua que golpeaba los cristales de aquella humilde vivienda.
Fueron unos minutos y fue la eternidad.
El fraile bajo su cara humillándose y comenzó a relatar:
Me llamo Francisco y vengo desde tierras lejanas, solo les pido asilo por una noche, mañana me marcharé para proseguir mi camino.
Gregorio con un gesto de humildad le ofreció un lugar junto a la chimenea, mientras su anciana esposa le calentaba un cuenco de sopa, y a pesar de las insistencias del fraile aquella anciana se empecinó en cocer los tres últimos huevos que quedaban en la despensa.
“Gracias por la cena”, mencionó el fraile, Gregorio se levantó y añadió, “ven conmigo”, y volvieron a bajar el tramo de escaleras y sobre un catre que había en una dependencia le dijo al anciano fraile, aquí podrás descansar.
Al amanecer del día siguiente y Gregorio bajar a la dependencia donde había alojado al fraile esté como por arte de magia había desaparecido, y sobre una pequeña mesita estaban los huevos intactos.
Sobre la pared había un crucifijo al que Gregorio en la fachada de su casa le hizo una hornacina y exponerla para incitar permanentemente a la piedad y oración a las generaciones venideras.
Al paso de los años, aquella calle de la Veracruz, paso a llamarse de las Recogidas y mucho tiempo después como queriendo olvidar aquella leyenda volvieron a cambiar el nombre a la calle, llamándola en la actualidad, García Requena.
Tanto la casa como la hornacina desaparecieron por los años noventa con el ensanche de la calle.
El Cristo de los tres huevos volvió a lucirse años después en una nueva hornacina y una nueva ubicación, la trasladaron a la Plaza Purísima Concepción.
Texto: Miguel De La Torre Padilla